Querido balcón sevillano:
El nuestro fue un amor a primera vista. Un amor que se despertó desde el momento en que V. y yo entramos al departamento de Muro de los Navarros aquel 18 de marzo y te vi. Te vimos. Pero voy a escribir en primera persona porque creo que lo nuestro fue especial. Porque convivimos dos meses en medio de una pandemia y te debía estas palabras.
Me dirás que no me enamoré de vos sino de Sevilla, que te engañé todo este tiempo con mis palabras. Es que, entendeme, balcón: para mí Sevilla y vos fueron lo mismo. No podría separarlos. Varada y con el país (el mundo) en estado de alarma, conocí Sevilla a través de tus ojos.

¿Te acordás del día que nos conocimos? Apenas te vi quedé encantada con tu amplitud, con las sillas y la mesa que te habitan, con tu ubicación en un segundo piso. Me enamoré de tu vista no a una, no a dos, sino a tres calles. Eso es mérito tuyo y de Sevilla y sus calles retorcidas. Te llegué a sentir hogar al punto de plantearme regalarte unas suculentas, quizás un malvón. Algún pedazo de naturaleza que te ayude a respirar mejor. Pero sé que para vos no es necesario. Que tu refugio y privacidad los construís con las guirnaldas de plástico color verde arbolito que rodean tus barandas. Recuerdo haberte dicho que tus guirnaldas parecían un árbol navideño que había sido partido al medio y luego estirado para cubrirte –a veces me imagino que el planisferio nació igual, de un globo terráqueo partido a la mitad por algún desquiciado–. Creo que aquella vez te ofendiste. Quién te habrá vestido así, en qué casa de alta costura habrán cosido cientos de guirnaldas para cubrirte y mantenerte al resguardo de la ciudad. ¿Sentirás frío en invierno con esas guirnaldas? ¿Estarás sufriendo mucho el calor andaluz de julio?
El otro día recordaba nuestros desayunos de mediodía: el sol en la cara de V. y en la mía, su reflejo en tus guirnaldas (¿se derretirán? ¿no te lastiman?). A veces el sol quemaba demasiado y V. se iba. Yo le decía que necesitaba absorber vitamina C o D o alguna de esas, y usaba esa excusa para quedarme tomando mate con vos. Me viste leer, escribir, dar mis primeros y únicos pasos con las acuarelas. Me viste degustar medialunas de nutella de cada supermercado con rigor de sommelier. Me viste distraerme de todas esas actividades por un cielo muy celeste, el aroma a café de algún vecino, la ropa que colgaba de las terrazas y se movía con el viento.


¿Te acordás de los vecinos que caminaban en bata por la terraza de la esquina? ¿Todavía están ahí? ¿Y del vecino de enfrente? Su balcón estaba tan cerca que prácticamente sentimos que pasó la cuarentena con nosotros. ¿No te inhibe? ¿Qué pensás del otro edificio, del edificio fantasma? ¿Salió alguien en todo este tiempo? ¿La cúpula de la calle Tintes sigue brillando con el sol? Sabés que esa cúpula me obsesionó todo el encierro y que la busqué en Google Maps intentando entender a qué iglesia pertenece. Pero es que hay tantas.
Me viste escuchar la música y aplausos de los vecinos a las ocho, cantar el feliz cumpleaños a alguno de los niños vecinos –nunca supe a quién porque había globos y guirnaldas en varios balcones–. Pero también me descubriste escuchando conversaciones. Como cuando me escondí atrás de tus guirnaldas para escuchar a los vecinos que charlaban en la calle, parados en veredas opuestas y con un perrito en la mano. Los escuché lamentarse y decir que todo esto “nos ha jodío”, “nos ha partío a la mitad”, “nos ha arruinado”. Los escuché sentenciar que todo esto “es más gordo de lo que nos dicen” y despedirse a la distancia.
Me mirabas con complicidad cuando me encontrabas divertida descubriendo expresiones y palabras. Como cuando la vecina le dijo a su hijo: “es que vas como un pollo sin cabeza. Julia’ no, por ahí no”. O cuando, no importaba el momento del día que fuera, irrumpía un grito: “¡Juliaaaaaaaaan, coññño!”, como si el énfasis en la “ñ” condensara el agobio de estar encerrada con un niño. Otras veces, sentía a otros vecinos retar a sus hijos: “que de dónde has aprendío ese vocabulario: que gilipollas, que vete a tomar por culo”. No sé si los chicos des-aprendían el vocabulario pero yo aprendía bastante.


Otras veces, simplemente permanecía con vos, disfrutando de esa banda de sonido que te daba forma: un tintineo de platos de alguien que levantaba la mesa a la distancia, un colgante de viento –de esos que suenan a cañas chocándose suavecito–, un pájaro que hacía un chirrido corto y pausado (trii), autos y motos recorriendo la avenida más cercana, sirenas de bomberos que avanzaban en dirección al Corte Inglés. La música acústica y aflamencada de algún vecino de fondo.
¿Te acordás de nuestra cita nocturna? Mientras otros tienen citas románticas a la luz de las velas, nosotros la tuvimos a la luz de los faroles sevillanos, copa de vino en mano. Fue el 27 de abril. Me acuerdo porque en general no nos veíamos de noche y me sorprendió descubrir que, desde tu comodidad, a las 12 se escuchaban sonar las campanadas de alguna de las decenas de iglesias cercanas. También me acuerdo que, salvo por esas campanadas de noche, permanecías más bien en silencio. Algún auto de policía pasaba por la avenida, una persiana se cerraba a lo lejos, alguien paseaba su perro y hablaba por teléfono de sueldos, seguros e impuestos. El semáforo de peatones cambiaba de rojo a verde y de verde a rojo. Y en el medio titilaba para nadie. Lo hacía para advertir pero no había nadie para ser advertido.
El vecino de más acá salía a su balcón con el celular, el de más allá fumaba con la pantalla enfrente. ¿Estarían teniendo citas con sus balcones ellos también? Me gustaría haberles dicho que guarden el celular. Que una copa de vino era suficiente para justificar la presencia de uno en el balcón a esas horas. Esa noche me terminé de enamorar de vos. Me hubiera casado si los matrimonios persona-balcón hubieran estado permitidos. Sí, acepto, en las buenas y en las malas, hasta que la muerte nos separe. ¿Cómo te podría haber dicho que no mientras miraba los faroles alumbrar las calles sevillanas? Estoy convencida de que la tuya es una vista de postal. Me dirán que no, que hay tantos balcones en este mundo con vista al mar o a montañas o a la Torre Eiffel o a alguna otra cosa épica. Pero no me importa. Me gusta tu vista de postal modesta que no necesita ser grandilocuente para enamorar.


Alguna vez te confesé que soy de esas personas que permanece en los balcones hasta que ya es demasiado tarde y no logra ver nada, o hasta que la lluvia o el viento la convencen de que quizás la pase mejor entre cuatro paredes. Resisto irme de los balcones de la misma forma que resisto prender la luz artificial cuando todavía entra un hilo de luz natural por las ventanas. Durante esos dos meses pasé con vos todo el tiempo que pude y me sentí culpable cada vez que no lo hice. Vi como me mirabas de reojo cada vez que te dejaba atrás para elegir la comodidad del sillón. Pero a ese sillón no le escribo cartas. ¿Me extrañás?
La última vez que nos vimos no te hice honor. Fue el 20 de mayo y tomaba una cerveza con ensalada de espinaca, en lo que probablemente haya sido el peor maridaje de todo nuestro encierro. Sé que te debería haber despedido con un vino y una tortilla, quizás una paella. Te pido perdón.
Ahora que ya pasaron dos meses desde nuestro regreso a Buenos Aires, los dos meses que pasé con vos se yuxtaponen. Cada sonido, cada grito, cada aplauso pasa a ser parte del mismo momento y conforma una especie de cuadro viviente, como los de Hogwarts.

Me fui y quedé enamorada por siempre. De vos, de Sevilla. De vos en Sevilla. No los puedo despegar porque en este encierro se fusionaron. Y si no hay balcón sin Sevilla, tampoco habrá Sevilla sin vos.
Hasta siempre, mi querido balcón.
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